Uno de los problemas filosóficos más importantes de la ecología es la delimitación del valor que tiene el ser humano en el conjunto de los seres vivos. Mientras que los defensores del paradigma antropocéntrico asignan al ser humano un valor intrínseco y establecen por ello una diferencia cualitativa con el resto de los seres vivos, los defensores del paradigma naturalista consideran que todos los seres vivos tienen igual valor. Al conceder igual valor a todos los seres vivos surge el problema filosófico de los derechos de los animales.
Veamos dos posturas:
“No tenemos por tanto ningún deber para con ellos de modo inmediato; los deberes para con los animales no representan sino deberes indirectos para con la humanidad (…) tenemos deberes para con los animales, puesto que con ellos promovemos indirectamente los deberes para con la humanidad. Según esto, cuando alguien manda sacrificar a su perro porque ya no puede seguir ganándose el sustento, no contraviene en absoluto deber alguno para con el perro, habida cuenta de que este no es capaz de juzgar tal cosa, pero sí atenta con ello contra la afabilidad y el carácter humanitario en cuanto tales, cosas que debe practicar en atención a los deberes humanos. Para no desarraigar estos deberes humanos, el hombre ha de ejercitar su compasión con los animales, pues aquel que se comporta cruelmente con ellos posee asimismo un corazón endurecido para con sus congéneres. Se puede, pues, conocer el corazón humano a partir de su relación con los animales (…).
¿No es un acto cruel que los viviseccionistas tomen animales vivos para realizar sus experimentos, si bien sus resultados se apliquen luego provechosamente?; desde luego, tales experimentos son admisibles porque los animales son considerados como instrumentos al servicio del hombre, pero no puede tolerarse de ninguna manera que se practiquen como un juego…
En resumen, nuestros deberes para con los animales constituyen deberes indirectos para con la humanidad”
I. Kant. Lecciones de ética.
“Quizá algún día se llegue a reconocer que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum son razones igualmente insuficientes para dejar abandonado al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha de ser, si no, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de la razón, o quizá la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse que con un niño de un día, de una semana o incluso de un mes. Y aun suponiendo que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden razonar, o si pueden hablar, sino ¿pueden sufrir?”
J. Bentham. Principios de moral y legislación